viernes, 5 de febrero de 2016

EL ARTE Y LA CULTURA A MEDIADOS DEL SIGLO XX EN COLOMBIA

Ya existe consenso sobre el comienzo del arte moderno en Colombia con los artistas-pintores y escultores de la generación naciona­lista. No es fácil decir en pocas palabras, qué es arte moderno; sin embargo, el arte del siglo XX tiene varias características que se remontan a comienzos de la centuria: el interés por estu­diar las manifestaciones artísticas primitivas, principalmente de Africa y Oceanía y todas aquellas expresiones auténticas del hombre, ajenas a cualquier estética convencional; la búsqueda del poder de comunicación de la música, es decir, la creación de pinturas y esculturas que transmitan directamente, como la músi­ca, emociones y sentimientos; la eliminación del cubo escénico y de los valores táctiles y el énfasis en la superficie del lienzo, en el que sólo se sugieren el espacio y el volumen por la inte­racción de las áreas de color; la afirmación de que las formas simples, irreductibles y válidas exclusivamente por sí solas son más honradas que las complejas, simbólicas o muy ornamentadas; el deseo de recoger la atmósfera y la imaginería del mundo de los sueños y la inclinación a prácticas automáticas; el empleo de procedimientos como el "collage", el ensamblaje y las construc­ciones escultóricas levantadas con piezas o partes hechas por el artista o buscadas o encontradas ya listas; la definición de la escultura por el concepto del espacio y el descubrimiento y la utilización de elementos realmente cinéticos y el uso de nuevos materiales como los plásticos, o de elementos naturales para hacer diversas propuestas tridimensionales, etc. ...Los años treinta y cuarenta en que surgen y alcanzan su madurez la mayoría de los artistas de la generación nacionalista -también conocidos como los Bachués- corresponden no sólo a los del ascen­so del partido liberal al poder y por ende, a algunos cambios sociales significativos por la iniciación de las organizaciones sindicales y de las reivindicaciones de los campesinos, sino al comienzo del proceso de industrialización que iba a llevar al 

establecimiento de nuevos renglones de productos y, particular­mente, al dominio del sector industrial sobre los demás sectores de la economía. La administración López Pumarejo -1934-1938- coincidió con el momento más importante de estos artistas intere­sados en el nacionalismo y con grandes inquietudes sociales. En 1934 exponen en Bogotá Ignacio Gómez Jaramillo y Pedro Nel Gómez.

Formalmente, en la pintura inicial del primero hay atisbos de las obras de Cézanne y Gauguin y en la del segundo dejan de recono­cerse elongamientos a lo Modigliani, síntesis a lo Morandi y francas deformaciones expresionistas. Otros artistas de esta generación fueron los pintores Luis Alberto Acuña, Débora Arango, Carlos Correa, Alirio Jaramillo, Gonzalo Ariza y Sergio Trujillo Magnenat y los escultores Ramón Barba, José Domingo Rodríguez y Rómulo Rozo, entre otros. Con mayores o menores méritos y con osadías antiacadémicas más o menos logradas, estos artistas fueron indiscutiblemente los primeros modernistas del país -con Andrés de Santamaría como antecedente más temprano- y los conti­nuadores de la avanzada modernista en América Latina. Como afirma Damián Bayón: "puede decirse que a partir de los años 20 aparece en los centros más evolucionados de Latinoamérica una toma de conciencia de todos los problemas principales no sólo estéticos sino sobre todo políticos, económicos, sociales, ideo­lógicos. En arte va a ser la época del muralismo mexicano; de la aparición en Buenos Aires de Figari, de la vuelta de Pettoruti a su tierra natal; de la creación del grupo chileno Montparnasse, del "indigenismo" de un peruano como Sabogal".






















De los colombianos nacionalistas, merecen destacarse la enorme producción de frescos, óleos, acuarelas y esculturas de Pedro Nel Gómez, en la que abundan temas como las mitologías populares, las mineras o barequeras, las maternidades y la violencia; los óleos y las acuarelas de Débora Arango -plenamente reivindicada después de su retrospectiva de 1984- en los que aborda algunos temas sociales y políticos que nadie en el país había presentado con tanta crudeza: figuras y escenas prostibularias, maternidades grotescas, monjas caricaturescas y retratos muy distorsionados de políticos conocidos; las tallas en madera de Ramón Barba con personajes del pueblo y los bronces y las tallas en piedra de Rómulo Rozo en los que se exalta la raza indígena.

Si la aproximación definitiva al arte del siglo XX se logra con la generación nacionalista, nacida a fines del siglo XIX y en los primeros años de esta centuria, los artistas nacidos en torno a 1920, no sólo continúan ese derrotero de estar al tanto del arte moderno -ahora con menos años de distancia y por primera vez con un cierto interés vanguardista- sino que algunos alcanzan a tener figuración internacional. Lo más característico del arte colombiano de los años cincuenta se encuentra, por una parte, en la aparición de una pintura cargada de imaginación creadora, que transforma la representación de la realidad de manera considerable hasta producir alusiones espaciales de gran belleza, como en los mejores óleos de Alejan­dro Obregón, o unas "razas" peculiares, como en las finas acuare­las y excelentes óleos de negras de Guillermo Wiedemann, en los abundantes trabajos en varios procedimientos de mulatos y mesti­zos de Enrique Grau y en los dibujos, pinturas y esculturas de blancos contrahechos y monumentalizados de Fernando Botero. Mas, por otra parte, el arte colombiano de esa época se caracteriza por la presencia - tardía, como en casi toda América Latina-, aproximadamente desde 1949, del arte abstracto, tanto en pintura como en escultura y en sus dos vertientes más reconocibles, la geométrica y la expresionista.
Como escribiera Alvaro Medina: "Hacia 1945, cuando se perfiló como un hecho la generación de Edgar Negret y Alejandro Obregón, la plástica nacional perdió su particularidad de expresarse en tendencias homogéneas, es decir, de generaciones que tendían a coincidir en puntos conceptuales básicos, para tomarse una plás­tica pluralista. El país se había vuelto complejo y junto a la riqueza que acrecentaba la pobreza existía un capitalismo de tendencia monopolista al lado de formas de producción semifeuda­les en el campo. El enfrentamiento sería múltiple desde entonces: la burguesía nacionalista divergía de la burguesía proimperialis­ta, mientras los pequeños y medianos industriales tenían que habérselas con los monopolios. Los intereses de los diferentes grupos eran conflictivos y sus contradicciones se agudizaron, algo que ya se había manifestado durante los debates alrededor de la ley que modificaba la tenencia de la tierra que presentara López Pumarejo en el Congreso de 1937. 
Ante un país fragmentado por su diversidad de intereses, la plástica también presentó una diversidad de lenguajes, a veces opuestos". En efecto, la simple revisión de los artistas más significativos de los cin­cuenta impide cualquier clasificación homogénea. Algunos pinto­res llegan a la abstracción, pero otros siguen siendo figurati­vos. Entre los últimos, el nombre más prominente es el de Fernan­do Botero, quien ha practicado hasta hoy una pintura, dibujo y una escultura de personajes y objetos caracterizados por su rotundez, en los que pueden rastrearse influencias, no sólo del mejor arte de los grandes maestros, sino también de la pintura del período colonial y de las cerámicas y esculturas precolombi­nas. La importancia de la obra boteriana no se sentirá sino desde los años sesenta. Empero, sus grandes pinturas de la segunda parte de los cincuenta: un "Homenaje a Mantegna", Primer Premio en Pintura en el Salón Nacional de 1958 o un "Homenaje a Ramón Hoyos", del año siguiente, por ejemplo, señalan una nueva ruta al arte colombiano, tanto por su admiración por el arte del pasado, como por sus intereses nacionalistas -el gusto, la idiosincrasia, las costumbres, etc.-. Habrá todavía bastante interés por el arte abstracto, pero nunca con la fuerza que alcanzó a tener antes de la aparición de Botero. Y no es errado pensar que el regreso de algunos abstractos a la figuración estuvo estimulado por esa pintura excesiva e irrigada de realismo mágico del gran antioque­ño.

Varios fueron los pintores que realizaron una buena pintura abstracta en el país en los años cincuenta. Dos nombres ocupan los lugares de preeminencia: Guillermo Wiedemann, quien tras una hermosa pintura figurativa consagrada al paisaje del trópico y a la raza negra, se orientó a una abstracción expresionista y experimental llena de referencias indirectas a la naturaleza de Colombia y Eduardo Ramírez Villamizar, cuya pintura abstracta geométrica, desde 1951 hasta sus primeros relieves de 1959, no sólo anticipa el rigor de su excelente evolución escultórica posterior, sino el predominio del racionalismo en las mejores pinturas abstractas de los artistas más recientes. Desde sus primeras esculturas en yeso de mediados de los cuarenta, la obra de Edgar Negret divide en dos el panorama escultórico nacional. Pero lo más importante es que, en pocos años, su trabajo no sólo puso al día la escultura colombiana, es decir, la relacionó definitivamente con los problemas propios de la escultura contem­poránea, sino que sus propias construcciones en láminas de alumi­nio pintado pasaron a figurar en excelentes escenarios del arte internacional

Un hecho muy destacable de los cincuenta es la aparición de la crítica de arte especializada en el país. A partir de Casimiro Eiger -principalmente por radio-, Walter Engel, Clemente Airó, Eugenio Barney Cabrera y, sobre todo, Marta Traba, Colombia tuvo la oportunidad de conocer el análisis crítico profesional, más allá de los comentarios de políticos, diplomáticos, poetas o artistas con inquietudes espontáneas por el arte y por su juicio escrito. Marta Traba defendió apasionadamente a varios de los artistas de ese decenio. Lo hizo en un momento oportuno y posi­blemente así llegue a justificarse su maniqueísmo que sólo vio esplendores en la generación encabezada por Obregón y deficien­cias en las obras de los nacionalistas. Su beligerancia y su formación intelectual sacudieron el arte colombiano y puede decirse que su terquedad y constancia crítica en la televisión, por entonces naciente en Colombia y en varias revistas y periódi­cos, cambiaron el rumbo de la apreciación artística en el país. Es innegable que gracias a ella, Obregón vivió sus mejores momen­tos, Ramírez Villamizar y Botero recibieron los primeros recono­cimientos y varios otros una orientación indispensable.

Durante los años sesenta se produce el cambio de equilibrio entre los artistas abstractos y los figurativos. Si a comienzos del decenio muchos jóvenes practican el expresionismo abstracto, a fines de los sesenta el empuje de la figuración es cada vez más poderoso. En 1962, Marta Traba comentó que, en el mundo, "el retorno a la figuración es una posición teórica y combativa de plena validez" al hablar del mexicano José Luis Cuevas y al conocer, sin duda alguna, las obras cada vez más prestigiosas de Giacometti, Bacon, Dubuffet, etc. Más adelante, después del triunfo de Rauschenberg en la Bienal de Venecia de 1964, Marta Traba escribe con entusiasmo sobre "Los Americanos Terribles" y presenta entonces un panorama del Pop de Estados Unidos. En Colombia, el proceso de reaparición del arte figurativo es, en breve síntesis, el siguiente: "Violencia" de Obregón -Primer Premio del Salón Nacional de 1962- un óleo en el que aparece una mujer embarazada y asesinada en la línea del horizonte de un paisaje desolado, fue precursor de muchos de los temas relacionados con preocupaciones sociales y políticas que se vieron en ese decenio. Aquellos años también estuvieron marcados por el triunfo de la revolución cubana. Hubo entonces en varias partes de América Latina un arte exultante que lanzó proclamas, que mostró iniquidades e injusticias sociales y que entrevió, ilusoriamente, un futuro mejor. Precisamente, un aspecto del arte figurativo del país tiene que ver con este enfoque político "comprometido", tal como puede estudiarse en las pinturas de Carlos Granada y Luciano Jaramillo -en una de sus etapas- en los dibujos de Pedro Alcántara, en las xilografías de Alfonso Quijano y en los grabados en metal de Augusto Rendón, entre otros.
Particularmente por su formación de largos años en Estados Uni­dos, Santiago Cárdenas es el más importante artista del grupo de los muy receptivos a las influencias internacionales. Su obra -pintura y dibujos- presentada por primera vez en 1966, ha sido afín primero a ciertos aspectos del Pop norteamericano, después a un realismo virtuosista en el que se entreveran las lecciones del arte abstracto de los últimos años y, más recientemente, una figuración posmoderna que deliberadamente mezcla influencia del expresionismo y del cubismo. Pese a la amplia presencia del arte figurativo, el arte abstracto nunca ha desaparecido. Por el contrario, ha seguido contando con representantes muy importan­tes. En los años sesenta comienzan las producciones no figurati­vas, que llegan impecablemente hasta hoy, de pintores como Manuel Hernández, quien trabaja formas-signos dentro de un bello y entonado colorido; Carlos Rojas, cuyas obras, en varias etapas, buscan espacios y texturas de gran refinamiento; Fanny Sanín, con una obra geométrica de la más estricta ordenación y otros.

La última exposición individual especialmente preparada por Botero para una institución del país, tuvo lugar en el Museo de Arte Moderno de Bogotá en 1964. A partir de entonces no sólo volvió a predominar el arte figurativo en Colombia, sino que, en varios casos, éste asumió características propias con el "duen­de", al decir de Botero, de nuestra idiosincrasia sin tener que ser necesariamente folclorista. Un caso ejemplar en este aspecto es sin duda, la obra de Beatriz González, directamente influida por los cromos populares, las reproducciones baratas de pinturas famosas y las fotografías de la prensa nacional que ella convier­te en creaciones de cromatismo exaltado, en las que se hace una constante reflexión sobre el gusto local y se alude con espíritu crítico a personajes y acontecimientos de la vida del país. Tal vez también por influencia de Botero, muchos artistas colombianos han vuelto a mirar con gran admiración el arte del pasado. Si la figuración nacional tiene algún rasgo común, éste es su interés por lo mejor de la historia de la pintura. Uno de los mejores en este aspecto es Luis Caballero, quien desde los primeros setenta ha adelantado una obra básicamente concen­trada en el tema del desnudo masculino y cuyo virtuosismo cada día más acendrado, recuerda la calidad de los grandes maestros del Renacimiento.
Particularmente por su formación de largos años en Estados Uni­dos, Santiago Cárdenas es el más importante artista del grupo de los muy receptivos a las influencias internacionales. Su obra -pintura y dibujos- presentada por primera vez en 1966, ha sido afín primero a ciertos aspectos del Pop norteamericano, después a un realismo virtuosista en el que se entreveran las lecciones del arte abstracto de los últimos años y, más recientemente, una figuración posmoderna que deliberadamente mezcla influencia del expresionismo y del cubismo. Pese a la amplia presencia del arte figurativo, el arte abstracto nunca ha desaparecido. Por el contrario, ha seguido contando con representantes muy importan­tes. En los años sesenta comienzan las producciones no figurati­vas, que llegan impecablemente hasta hoy, de pintores como Manuel Hernández, quien trabaja formas-signos dentro de un bello y entonado colorido; Carlos Rojas, cuyas obras, en varias etapas, buscan espacios y texturas de gran refinamiento; Fanny Sanín, con una obra geométrica de la más estricta ordenación y otros.
Los escultores colombianos de los sesenta son básicamente abs­tractos. A lo largo de esos años, Negret y Ramírez Villamizar -cuya primera obra exenta data de 1963- desarrollaron admirable­mente sus trabajos y se colocaron en un lugar distinguido en el concierto internacional. La aparición de Felisa Burzstyn en la escena del país en 1962 debe destacarse. Con sus chatarras de ese momento, la joven escultora comenzó a manifestar un sentido de irreverencia y de libertad creativa que todavía sigue siendo estimulante. La irrupción de Felisa Burzstyn y también de Bernar­do Salcedo -con cajas de madera pintadas de blanco de las que emergían objetos reales como embudos, miembros de muñecos, huevos de madera, etc. -trajo al arte colombiano la utilización de toda clase de materiales -comenzando por los desperdicios metálicos-, así como la reflexión sobre lo que debe o puede considerarse "objeto artístico". Una y otro aproximaron el arte del país a la experimentación (la escultora hizo obras con movimiento e incluso verdaderas instalaciones) y al vanguardismo (Salcedo realizó trabajos cercanos al arte conceptual y al arte tierra) y antici­paron desde entonces muchas de las actitudes que han vuelto a presentarse como novedades en años más recientes.
A partir de 1963 existe el Museo de Arte Moderno de Bogotá, gra­cias al empeño de Marta Traba. Esta institución cumplió durante los sesenta´s una importante labor didáctica, con exposiciones, conferencias, cursillos, etc. No sólo mostró la última exposición individual de Botero en Bogotá, sino que presentó por primera vez las pinturas de Beatriz González, Luis Caballero y Santiago Cárdenas. Dentro de su temporada en la Universidad Nacional -1966-1969- el museo hizo hincapié en la apertura de las artes plásticas a toda clase de aventuras. Por eso hay que recordar exposiciones como "Espacios Ambientales", de 1968, y "Luz, sonido y movimiento", de 1969, en las que el vanguardismo colombiano se dio la mano, en el momento oportuno, con el arte "avant garde" internacional. Posteriormente el MAM de Bogotá ha hecho muchas muestras internacionales de importancia y algunas retrospectivas -como la "Historia de la Fotografía en Colombia"- de gran inte­rés. Sin embargo, hoy su labor ha dejado de ser estimulante, salvo excepciones como la Bienal de Bogotá. La capital del país también cuenta para el arte contemporáneo con el Museo de Arte de la Universidad Nacional y con el Museo del barrio El Minuto de Dios. Cali, Medellín, Cartagena y Bucaramanga también tienen museos especializados en el arte del siglo XX.
Tal como sucedió en el arte internacional, Colombia tuvo en los años setenta un arte sin movimientos predominantes. Además, puede afirmarse que en ese panorama variadísimo de tendencias no hubo novedades o verdaderos aportes, sino apenas desarrollos, prolongaciones y variaciones de manifestaciones artísticas naci­das en el decenio de los sesenta, e incluso un poco más atrás. Dentro de ese espectro tan diverso que pudo verse en el arte colombiano de los setenta, de todos modos es posible señalar algunos rasgos particulares que corresponden a la relación cons­tante de lo nacional con lo extranjero o a circunstancias funda­mentalmente locales. Un ejemplo del primer caso, lo tenemos en la aproximación al realismo fotográfico que apareció en los primeros años de ese decenio en las obras de Darío Morales, Alfredo Gue­rrero, Miguel Angel Rojas y Mariana Varela, entre otros, o en el interés por el arte conceptual que fue más propio de los últimos setenta y de los primeros ochenta. Como ejemplos del segundo caso, tenemos la profunda admiración por el arte del pasado, que ya se había visto en Botero y Luis Caballero, y que en los seten­ta floreció en trabajos como los de Juan Cárdenas, Gregorio Cuartas y el ya mencionado Darío Morales; la búsqueda de temas y de vivencias nacionales en producciones como las de Saturnino Ramírez, María de la Paz Jaramillo, Ever Astudillo y Oscar Muñoz entre otros. A diferencia de los varios artistas que en los sesenta hicieron arte político, en los setenta pocos artistas pueden destacarse en esta figuración, con la excepción de Diego Arango y Nirma Zárate que integraron el "Taller 4 rojo", grupo que trabajó en varios frentes: la docencia, la revista "Alterna­tiva" -haciendo la diagramación y numerosos fotomontajes- y la publicación de serigrafías de ediciones masivas, y Gustavo Zala­mea, cuya obra inicial combatió las dictaduras y criticó las instituciones. Pero si la figuración no tuvo en ese decenio muchos artistas comprometidos, sí vio aumentar el erotismo -que ya tenía antecedente de calidad en la obra de Leonel Góngora- en los trabajos de Jim Amaral, Miguel Angel Rojas y Félix Angel.
Por los numerosos premios en el campo internacional -Bienal de Cali, Bienal de San Juan de Puerto Rico, muestras en países socialistas de Europa- puede asegurarse que Colombia descolló entonces en los campos del dibujo y del grabado. Y no sólo con artistas consagrados a esta clase de trabajos como Pedro Alcánta­ra, ganador de varios primeros premios como dibujante en los sesenta, Ever Astudillo, Oscar Muñoz, Alfonso Quijano, Augusto Rendón, etc., sino con numerosos pintores que también son graba­dores y dibujantes, como Juan Antonio Roda -extraordinario en sus series de grabados en metal "Retratos de un Desconocido", "Deli­rio de las Monjas Muertas", etc.-, Juan Cárdenas y otros.
Desde los primeros setenta Antonio Caro debe considerarse un precursor del arte conceptual, cuya irrupción en el arte interna­cional data de la segunda parte de los sesenta. Pero si como afirmó Miguel González: "Caro desde su primera salida cuestionó inteligentemente la definición de la artisticidad" en Colombia, no hay duda de que sus propuestas fueron, ante todo, una prolongación de numero­sas posiciones surgidas en Europa y Estados Unidos. Gregory Battcock ha escrito con razón: "Se ha escrito largo y tendido a propósito del rechazo de los criterios artísticos tradicionales por parte del arte conceptual. Este rechazo empezó, en verdad, mucho antes de que los conceptualistas apareciesen en escena de modo activo. El clima que favorecía nuevos criterios surgió con la conciencia de que si un arte quiere mantener su vitalidad debe comprometerse continuamente en el terreno de los valores cultura­les. El cambio de valores culturales que, en otros tiempos, fue tema propio de las artes, viene hoy decidido (según Allan Kaprow) "por las presiones políticas, militares, económicas, tecnológi­cas, educativas y publicitarias".
La escultura de los setenta fue básicamente abstracta y sus principales exponentes trabajaron con nuevos materiales. Aunque predominaron los metales, también se utilizaron las maderas y toda clase de desperdicios y materias efímeras o en proceso de deterioro total. Los dos mejores escultores de ese decenio fueron John Castles, con una obra racionalista que cada vez se hizo más severa y "mínima", y Ramiro Gómez, con unas construcciones "pobres" cargadas del encanto de lo gastado y con huellas del tiempo. Ambos artistas han seguido trabajando hasta hoy, el primero con una producción sobresaliente que ya tiene varios ejemplos de escultura pública en Medellín, Bogotá y Bucaramanga.
La pintura también tuvo artistas nuevos dedicados a lo no figura­tivo; ellos fueron: Samuel Montealegre, Manolo Vellojín, Ana Mercedes Hoyos, Alvaro Marín y Margarita Gutiérrez, entre otros. Hubo artistas cercanos a la abstracción que no dejaron de pensar en la naturaleza (Edgar Silva y Hernando del Villar) y, por su­puesto, muchos pintores figurativos: paisajistas como Antonio Barrera y María Cristina Cortés; interioristas como Cecilia Delgado y artistas de objetos varios y personajes humanos como Heriberto Cogollo, Francisco Rocca, Alicia Viteri, Diego Mazuera y Mónica Meira.
En materia de arte, Medellín, Cali y Barranquilla se convirtieron en ciudades alternativas de la capital. Las dos primeras reali­zaron además eventos internacionales como las "Bienales"
-ya desaparecidas- que mostraron arte internacional; la de Cali espe­cializada en artes gráficas del continente. Si esas ciudades han tenido una gran actividad artística, no pueden verse en las obras de sus artistas rasgos regionales característicos. Empero, no deja de ser llamativo que Medellín tuvo el grupo más sólido de escultores, todos con formación en arquitectura (John Castles, Germán Botero, Alberto Uribe y Ronny Vayda); Cali el conjunto más destacado de fotógrafos y cineastas (Gertjan Bar­telsman, Fernell Franco, Carlos Mayolo, Luis Ospina, etc.) y Barranquilla muchos artistas 'avant garde', siempre estimulados por Alvaro Barrios, dibujante experimental y artista conceptual.
Un hecho muy significativo de los setenta fue la aparición de tres revistas especializadas en arte: "Arte en Colombia", la primera, dirigida por Celia de Bribragher, "Revista de Arte y Arquitectura en América Latina" dirigida por Alberto Sierra, y "Sobre Arte", dirigida por los artistas Carlos Echeverri y Bea­triz Jaramillo. Estas publicaciones reanudaron las empresas pioneras de "Plástica" y "Prisma", ambas de los cincuenta. De las revistas de los setenta sólo existe "Arte en Colombia", actual­mente con verdadero prestigio continental. El Museo de Arte Moderno de Bogotá publica desde 1987 "Arte, revista de arte y cultura", centrada en las labores del museo y crónicas interna­cionales. Empero, si la aparición de esas revistas es un hecho muy positivo y casi excepcional en América Latina, no hay duda de que todavía sigue haciendo falta la crítica idónea y especializa­da. Es sorprendente cómo frente a los muchos artistas que apare­cen permanentemente, los nombres de los llamados críticos de arte escaseen; con el agravante de que mientras la mayoría de los artistas son profesionales, buena parte de los críticos son espontáneos, sin verdadera preparación en teoría e historia del arte y, por lo tanto, bastante irreflexivos en sus opiniones.
Principiando los ochenta, se dio el "boom" aparente del concep­tualismo. Alvaro Barrios a comienzos de ese decenio organizó algunas exposiciones con la participación de muchos artistas -algunos aficionados- alejados de las prácticas tradicionales de la pintura y la escultura. Después de algunos años, pocos de aquellos artistas persisten. Sin embargo, aunque hoy los trabajos tridimensionales y la pintu­ra predominan sobre cualquier otro procedimiento, no han dejado de surgir artistas de gran seriedad particularmente interesados por los "performances" (María Teresa Hincapié), las "instalacio­nes" (José Alejandro Restrepo) y otras realizaciones no conven­cionales.
El panorama de los trabajos en tres dimensiones en el decenio de los ochenta, es de una gran variedad. Aún con la presencia firme y novedosa de las construcciones de Negret y Ramírez Villamizar, las nuevas propuestas tridimensionales del arte nacional muestran que los maestros mencionados no están solos y, al mismo tiempo, que nadie quiere seguirlos ni de cerca ni de lejos. Han seguido plenamente vigentes Castles, G. Botero y Ronny Vayda. El segun­do, con una obra nueva de piezas que tienen una imagen que hace pensar en fragmentos de máquinas o en construcciones fabriles; una producción adelantada en diferentes materiales y procedimientos, que parte de una larga investigación en torno del progreso de la industria antioqueña desde el siglo XIX. También tienen imagen las obras de Consuelo Gómez, una artista que en diferentes materiales alude a objetos o lugares conocidos, siempre imprimiéndoles el rigor de la geometría. Nadín Ospina es el único caso, después de Fernando Botero, de un artista tridimensional figurativo. Sus obras son pinturas con so­portes no convencionales -pinturas hechas de regados de muchos colores sobre una base monocroma- o esculturas realizadas con resina de poliéster, cuyas superficies aparecen recubiertas de colores vivos. El artista insiste en las figuras de animales, casi siempre tropicales y muchas veces multiplicados en verdade­ros hatos que invaden un espacio. También, entre los trabajos tridimensionales y la pintura, avanza la obra de Beatriz Angel, realizada con variados materiales, formas y colores. Apoyados en materiales naturales, los trabajos de Hugo Zapata -quien trabaja pizarras y mármoles- y Ezequiel Alarcón -piedras, maderas, etc.- buscan el encanto y la poesía de lo terrestre y de lo rústico. Mientras artistas como Ramón Carreño, quien trabaja el mármol y Cristóbal Castro, fundidor del hierro, realizan sus obras con materiales históricos, Doris Salcedo y María Fernanda Cardoso utilizan objetos listos -la primera especialmente muebles y la segunda un surtido más amplio que va de los desechos industriales a los animales disecados y a lo orgánico en germinación detenida- para establecer unas construcciones metafóricas en las que las presencias del abandono, la soledad y la muerte son innegables.
La pintura abstracta tiene en los últimos años muy buenos repre­sentantes. Algunos como Santiago Uribe Holguín, Marta Combariza, Luis Fernando Zapata y Jaime Franco practican una obra en la que la superficie es muy sensible y a veces recuerda el informalismo. Lienzos con forma se ven en las composiciones muy cohesionadas y armónicas de Camilo Velásquez y Teresa Sánchez. Diversas inten­ciones espaciales se destacan en los trabajos de Luis Fernando Roldán, Jaime Iregui y Rafael Echeverri, que van de las formas semiorgánicas al rigor de los cuadrados. ¿Puede tener alguna explicación esta abundancia de pintura abs­tracta en un país como Colombia? Se puede pensar en evasión; en el deseo de escapar a una realidad desapacible y difícil. Pero si esto fuera cierto, no podría explicarse el predominio de la pintura figurativa. Quizás sea más correcto pensar que la presen­cia numerosa de los pintores abstractos obedece al predominio de la modernidad. El arte abstracto -la manifestación más caracte­rística del arte del siglo XX- tiene sus orígenes a comienzos de la centuria y desde entonces siempre ha contado con una nómina de excelentes cultores. En Colombia, después de los cuadros geométricos de Ramírez Villamizar y de los lienzos abstractos líricos de Wiedemann y Roda, la abstracción ha sido mantenida vigente por artistas ya mencionados como Manuel Hernández, Carlos Rojas y Fanny Sanín. La mejor nueva abstracción del país está relacionada con esta tradición, así no tenga parecidos o influencias eviden­tes.
La presencia firme del arte figurativo bidimensional ha sido una constante del país en los campos de la pintura y las artes gráfi­cas. Algunos de los pocos artistas colombianos de prestigio internacional son pintores, dibujantes o grabadores que realizan representaciones más o menos relacionadas con la apariencia de las cosas reales y que reiteran, sobre todo, la imagen del hombre a partir de muy variadas concepciones, tanto artísticas como ideológicas. No puede entonces explicarse la abundancia del arte figurativo colombiano en los años ochenta por el resurgimiento de la pintura y particularmente de la figurativa, luego del arte conceptual, a partir de los últimos setenta en Europa y Estados Unidos. El país nunca ha tenido inclinaciones compulsivas a las últimas modas internacionales y la vigencia de la figuración en los ochenta, tiene más que ver con las producciones de Botero, Beatriz González y Santiago Cárdenas, que con la transvanguardia o el neo-expresionismo.
El nuevo arte figurativo colombiano no desconoce, sin embargo, lo que se ha venido realizando en el exterior. Todos los artistas de hoy están al tanto de lo que pasa en otras partes, pero ninguno está en el plan de seguir dócilmente lo que se hace en las gran­des metrópolis. Las principales características de la figuración actual en el país pueden enmarcarse dentro de las vertientes del expresionismo -en una gama ilimitada de creaciones que alteran considerablemente la apariencia de la realidad- y del naturismo. En la primera hay trabajos que deliberadamente lindan con la abs­tracción o en los que el hacer artístico sumerge el motivo en un plano secundario (Miguel Angel Rojas); trabajos desasosegados por vivencias intensas o por circunstancias reales caóticas o muy problemáticas (Carlos E. Serrano, Diego Mazuera) y trabajos con contenidos profundos y serias elucubraciones culturales y exis­tenciales (Lorenzo Jaramillo, Víctor Laignelet, Luis Luna, Raúl Cristancho) o irrigados de visiones particulares circunscritas a un medio físico específico (Ofelia Rodríguez). En la vertiente naturalista, el buen oficio aprendido de los grandes maestros del pasado y también de las principales figuras del modernismo resal­ta los temas y los significados (Carlos Salazar).
Sin duda, hay ahora una verdadera eclosión de artistas plásticos. En exposiciones colectivas, en los Salones Nacionales y en las Bienales de Bogotá, se ven incesantemente nuevas figuras que permiten pronosticar una continuidad en la proliferación de pintores, artistas tridimensionales y experimentales. Sin embar­go, dos retos hacia el siglo XXI son, por una parte, la renova­ción total de las artes plásticas, que en los últimos decenios han presentado síntomas innegables de decadencia y de no poder superar las tradiciones de las propuestas revolucionarias del modernismo
-adelantadas tanto en el terreno de los oficios con­vencionales a partir de Picasso y otros innovadores, como en el terreno del antiarte y del arte conceptual a partir de Duchamp-, y, por otra parte, la superación enfática de la dependencia de las manifestaciones artísticas foráneas, con la firme determina­ción de crear un arte propio, de verdadero carácter latinoameri­cano, a partir de las inmensas posibilidades creativas individua­les y sin ninguno de los prejuicios sin sentido de la identidad nacional.
Los comienzos de la arquitectura moderna en Colombia coinciden con los inicios del arte moderno, es decir, los años treinta. En 1936 se funda en Bogotá la primera Facultad de Arquitectura del país en la Universidad Nacional. En el decenio siguiente se abrirán otras facultades en universidades públicas y privadas. Por esos años las grandes ciudades principian a crecer rápidamen­te por la inmigración campesina, el avance de la industrializa­ción y los conflictos políticos y sociales que llevarán a la violencia de mediados de siglo. Mientras el austriaco Karl Brunner se puede considerar el pionero del urbanismo moderno en Bogotá -realizó entre otros, el trazado de la Avenida Caracas-, el alemán Leopoldo Rother es su equivalente en el diseño arqui­tectónico al proyectar algunos de los primeros edificios de la Ciudad Universitaria. A estos extranjeros pronto se les sumarán los italianos Bruno Violi, Vicente Nasy, Ernest Blumenthal y Alberto Wills Ferro, entre otros. Con el trabajo de los primeros egresados de la Facultad de Arquitectura, así como el de algunos colombianos formados en el exterior, el país se vinculó definiti­vamente a la corriente internacional de los movimientos raciona­listas europeos (La Bauhaus y Harvard-MIT, el grupo De Stijl, sobre todo, Le Corbusier).
Desde entonces y como se puede seguir a través de la revista "Proa", fundada en 1946 por Carlos Martínez y Jorge Arango, la arquitectura realizada en Colombia ha recibido las más diversas influencias (Wright, Aalto, Mies Van der Rohe, Kahn, etc.), ha hecho muy buenas adaptaciones de la mayoría de las tendencias en boga e incluso ha establecido una característica de austeridad, así como una constante de buena arquitectura (Guillermo Bermúdez, Fernando Martínez, Arturo Romero y Rogelio Salmona, entre otros). Esta ha hecho de todo, desde rascacielos hasta multifamiliares -muchas veces sin tener en cuenta el entorno urbano- pasando por edificaciones varias -estadios, aeropuertos, iglesias, clubes, residencias privadas, etc.-, en las que se han utilizado nuevas técnicas y nuevos materiales de construcción.
Mucha arquitectura moderna se hizo demoliendo importantes ejem­plos del pasado e incluso de construcciones más recientes, aun de los primeros decenios del siglo XX. Aunque la piqueta del progreso subsiste, es indudable que uno de los hechos más desta­cados de la arquitectura reciente, es el que tiene que ver con la recuperación y absorción de edificios antiguos. A estas remodelaciones hay que añadir el mayor interés por el entorno, tanto en términos espaciales como temporales. Sin duda, esta nueva actitud de la arquitectura tiene que ver en Colombia con las muy serias investigaciones sobre la historia del urbanismo y de la arquitectura adelantadas desde hace varios años. Al lado de estas obras de restauración ha surgido una arquitectura nueva que alude a aspectos de la arquitectura del pasado, especialmen­te a través de abstracciones tipológicas. Y, también pretencio­sos ejemplos de arquitectura posmoderna en los que se insertan lenguajes historicistas.
Más que en las artes plásticas, la economía es un factor de gran presencia en el campo de la arquitectura. La ciudad crece y los edificios y viviendas se construyen condicionados por el dinero. La débil economía del país se ha reflejado constantemen­te en las obras públicas realizadas por el Estado y en los planes de vivienda, a veces incoherentes y mezquinos, en espe­cial en los últimos años, del Instituto de Crédito Territorial y del Banco Central Hipotecario. El dinero privado, en ocasiones de dudosa procedencia, ha hecho obras importantes de gran cali­dad, pero también trabajos suntuarios de pésimo gusto.
El crecimiento desmesurado de las ciudades, el amontonamiento de los edificios -a veces de buena arquitectura, muchas veces de arquitectura comercial y mediocre- la falta de una planificación urbana permanente, lógica y éticamente impoluta, y la concentra­ción humana cada día más grande, no permiten pronosticar un futuro citadino mejor. Uno de los más serios teóricos de la arquitectura en el país, Alberto Saldarriaga, ha dicho lo si­guiente: "La ciudad colombiana se desintegra cotidianamente, su fisonomía se transforma, se avejenta con las innumerables arrugas de lo nuevo. Sus habitantes, heterogéneos, diversos, conviven sin solidarizarse entre sí y con la ciudad, llevando a cabo cada uno su propia batalla. La ciudad colombiana se despedaza mien­tras se hacen esfuerzos por integrarla. De ]as villas y aldeas del siglo XIX surgieron en este siglo formaciones urbanas desco­munales en relación con sus propias posibilidades. El tamaño metropolitano de Bogotá, Medellín, Cali o Barranquilla contrasta con las formas de vida aldeana que todavía suceden en su inte­rior. Colchas de fragmentos físicos y culturales, las ciudades han formado sus propias ecologías y en ellas la supervivencia es difícil, la competitividad es alta, no existen todavía suficien­tes mecanismos de solidarización de la vida urbana".
Las grandes construcciones novelísticas aparecieron con Jorge Isaacs y Tomás Carrasquilla. En el primer tercio del siglo XX se impuso la obra de un novelista que alcanzó gran éxito de público, aunque no de crítica, en América y España: José Manuel Vargas Vila (Ibis, Flor de fango). José Eustasio Rivera, con La vorágine (1928), fue el fundador de lo que podría llamarse la novela política e imaginativa colombiana. Dentro de la novela contemporánea descuellan Eduardo Caballero Calderón ("El buen salvaje"), Manuel Mejía Vallejo ("El día señalado"), Álvaro Mutis ("La nieve del almirante"), Gustavo Álvarez Gardeazábal ("Cóndores no entierran todos los días") y, sobre todo, Gabriel García Márquez ("El coronel no tiene quien le escriba", "Cien años de soledad", "El general en su laberinto", etc.), quien obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1982, quizás el premio más relevante ganado por un colombiano en este campo.

Entre los poetas contemporáneos representativos se cuentan Jorge Zalamea, León de Greiff, Luis Carlos López, Rafael Maya y Luis Vidales. A la generación de «Piedra y Cielo» pertenece Eduardo Carranza, que marcan la transición hacia una vanguardia posterior, en la que figuran Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus. Al mismo tiempo surge el movimiento nadaísta, iconoclasta, con Gonzalo Arango y Jotamario Arbelaez. Las más importantes revistas literarias son El Malpensante, Arcadia, Número y Puesto de Combate.

Música: El Festival Rock al parque, que se realiza cada octubre en Bogotá es considerado el más importante de América Latina. Un ejemplo del "boom" del género "Pop latino" en Colombia son artistas de renombre internacional como los cantautores Juan Esteban Aristizábal (Juanes), Shakira una de las cantantes con más éxito internacional en la historia de la música latina, Sara Tunes que logro el éxito norteamericano, y Los Aterciopelados una de las bandas de Rock en Español más relevante del continente y considerada una de las mejores del Planeta por la revista Time conformada por Andrea Echeverri y Héctor Buitrago.

 
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